La violencia según Elena Ferrante
por Martín Schifino
En sólo cinco años, desde la publicación de La amiga estupenda (2011), el primer volumen de lo que luego se llamó la «tetralogía napolitana», Elena Ferrante se ha convertido en la escritora italiana más celebrada del nuevo milenio, así como en el gran enigma de las letras contemporáneas mundiales. Como es notorio, nunca se ha mostrado en público, no revela su verdadero nombre, ni concede entrevistas salvo por escrito (y pocas). El anonimato ha alimentado toda suerte de especulaciones, pero las razones en que se apoya son poco misteriosas. Tal como ha expuesto en La frantumaglia (2003), una colección de cartas y ensayos tempranos, Ferrante cree que «el autor no tiene nada decisivo que agregar a su obra […], un organismo autosuficiente, que posee en sí mismo, en su factura, todas las preguntas y todas las respuestas». Cuando tantos escritores se agitan en redes sociales, columnas de prensa, coloquios o cuanta actividad les reporte algo de atención, esa confianza en la literatura suena casi radical.
Ferrante ha dicho también que «escribir sabiendo que no se debe aparecer genera un espacio de libertad creativa absoluta», y el resultado más palmario de esa libertad es la tetralogía, que se completa con Un mal nombre, Las deudas del cuerpo y La niña perdida. Pero sería un error equiparar su éxito reciente con un verdadero salto cualitativo literario. Entre 1992 y 2006, la autora publicó tres notables novelas breves (El amor molesto, Los días del abandono y La hija oscura) que gozaron de muy buena acogida en Italia y fueron traducidas a varias lenguas, incluida la nuestra, para luego ser reunidas en Crónicas del desamor, un volumen que acaba de reeditarse. Más allá de las estrategias editoriales, esos libros forman fácilmente una trilogía. Todos están contados, como sus demás novelas, en primera persona, lo que alinea cada punto de vista con una sola conciencia. Y todas las narradoras son napolitanas, lo que recorta sus vidas sobre una misma historia pública, por más que hablen de tribulaciones privadas. Hay además una similitud de composición. Las tramas son clásicas, en el sentido de que contienen progresiones argumentales y cambios en los personajes o en la relación entre los personajes, pero están llenas de asperezas y tensiones irresueltas, sin corolarios tranquilizadoras ni vectores de superación personal.
Formuladas en prosa clásica –que pasa sin falla al español de mano de excelentes traductores, en especial Celia Filippeto–, las ficciones de Ferrante se concentran en el ámbito de la brutalidad doméstica. Ya el argumento de su primera novela, El amor molesto, sugiere que lo perturbador se esconde en lo cotidiano: un buen día, Delia, una ilustradora de cuarenta y cinco años afincada en Roma, descubre que su madre, de sesenta y tres (Ferrante presta mucha atención a las edades de sus personajes: repárese en los pocos años que separan las dos posiciones vitales), se ha ahogado en un playa del sur, vistiendo solamente un costoso sujetador de encaje. Todo indica que fue un suicidio, pero la incongruencia de la prenda hace pensar que hay además un misterio. En busca de respuestas, la hija intenta reconstruir como en una novela policíaca los hechos que condujeron a la muerte, pero lo más interesante de la investigación acaba siendo lo que la investigadora revela, o rememora, acerca de sí misma. Con la trama policíaca sale a la luz un pasado en un suburbio miserable, del que Delia siempre quiso escapar, donde los maridos pegaban a las esposas, los hijos vivían con miedo y casi toda familia era una célula de agresión latente. En ese contexto, la novela vincula la muerte de la madre no sólo con el dolor de la pérdida, sino con el humus en que germina la identidad de la hija, inseparable de un trasfondo sórdido.
Una indagación comparable, más ceñida aún a la intimidad, aparece en Los días del abandono, una novela que la autora publicó tras un intrigante silencio de once años. De nuevo la situación de partida es simple, hogareña: Olga, la narradora, se queda «petrificada» cuando su marido, «un mediodía de abril, justo después de comer», le anuncia que quiere dejarla y ahí mismo se marcha. El resto de la novela es una crónica minuciosa de los días que Olga pasa en casa con sus dos hijos pequeños, intentando reconstruir el presente al mismo tiempo que va revisando implacablemente el pasado. Al igual que la experiencia filial de Delia, la historia del matrimonio aflora en la memoria plagado de momentos incómodos. Un buen ejemplo se ve cuando Olga recuerda el contacto físico con su marido a poco de dar a luz: «Por más que me lavase, aquel olor a madre no se iba. A veces Mario se me echaba encima, me tomaba, apretándome, cansado también él por el trabajo, sin emociones. Lo hacía ensañándose con mi carne que sabía a leche, a galletas y a sémola, con una desesperación personal que rozaba la mía sin darse cuenta. Mi cuerpo era el de un incesto, pensaba mareada por el olor del vómito de Gianni [su hijo], era la madre violada, no una amante».
Quizás en pasajes como el anterior piensa su traductor Edgardo Dobry cuando, en el excelente prólogo a la edición española, afirma que «Ferrante nos muestra nuevos modelos de representación de la figura femenina en la novela». En este sentido, Ferrante hace mucho más que narrar una crisis personal en clave anímica o sentimental. Su literatura se mete de lleno en lo físico, apropiándose de la representación no sólo de la figura, sino fundamentalmente del cuerpo femenino. Para comprobarlo, basta comparar Los días del abandono con una novela sobre el mismo tema: La mujer rota, de Simone de Beauvoir (que Olga menciona). En de Beauvoir, el sufrimiento se limita a la esfera decorosa de lo psicológico. Ferrante, en cambio, describe cómo su personaje abandona su apariencia, descuida su higiene o deambula por la casa hecha una zombi. La prosa no se arredra siquiera ante sus efluvios corporales. Olga sangra; Olga va al baño. Y cuando, impulsada por el despecho, se propone seducir a su vecino en una escena espléndidamente sórdida, leemos lo siguiente: «Acercó de nuevo sus labios a los míos, pero el olor de su saliva me molestó. […] Intentó meterme la lengua en la boca, abrí un poco los labios y le rocé la lengua con la mía. Era un poco áspera, viva, me pareció animal, una lengua enorme que alguna vez había visto con disgusto en las carnicerías». De romanticismo, ni hablar.
Ferrante es igual de antirromántica en La hija oscura, la tercera de las novelas breves, que puede leerse como una síntesis de las dos anteriores. Ahora la narradora, madura, divorciada y también alejada de su ciudad natal, se llama Leda y es profesora de literatura inglesa. Durante unas vacaciones en una playa del sur, conoce a una familia napolitana y se obsesiona con una de sus integrantes, una madre joven y atractiva que, de modo nebuloso, le recuerda su propia juventud y a sus hijas ausentes. El argumento gira en torno a un acto gratuito, que funciona a nivel simbólico, pero los temas son la memoria, la conciliación de distintos roles femeninos y la incomodidad que pueden provocar las raíces. No es casual que la familia napolitana se describa sin piedad. Cuando Leda la observa, se entrevé una crítica más amplia, cuya circunferencia contiene el ego y la propia clase social. Dice: «Esa gente me irritaba. Yo había nacido en un ambiente bastante parecido, mis tíos, mis primos, mi padre eran así, de una cordialidad prepotente […]. Cada petición sonaba en su boca como una orden apenas moderada por una falsa bonhomía y, llegado el momento, sabían ser vulgarmente ofensivos y violentos». Entre glacial y culposo, el tono captura el disgusto que causa la peor parte de uno mismo. Literariamente hablando, además, mantiene a raya el tremendismo poético, o la poeticidad tremendista, que han practicado muchos escritores napolitanos, desde Giuseppe Marotta hasta Erri de Luca.
Nápoles era un escenario en El amor molesto, donde la investigación de Delia la llevaba desde sus barrios bajos hasta las tiendas exclusivas del Vomero, pero La hija oscura adelanta la importancia que tendrá la ciudad en la tetralogía. Generalizando, sería adecuado caracterizar la relación de Ferrante con Nápoles como de amor-odio, con la salvedad de que el odio sólo deja sitio para el peor amor. Distancias estilísticas aparte, Ferrante escribe sobre Nápoles como Thomas Bernhard lo hacía sobre Salzburgo: obsesivamente. Y no sólo lo hace a través de las impresiones de sus personajes. En otro documento recogido en La frantumaglia, emplea palabras parecidas a las de Leda para caracterizar a su ciudad natal como «un lugar donde me sentía continuamente en riesgo. Era una ciudad de altercados imprevistos, de sorpresas, de palizas, de lágrimas fáciles, de pequeños conflictos que terminaban en agravios, obscenidades irrepetibles y fracturas incurables, de afectos que se manifestaban tanto que acababan siendo falsos». De nuevo como Leda, afirma: «Me sentía distinta a esta Nápoles, la vivía con asco, escapé en cuanto pude»; pero luego aclara que ha conservado «una síntesis […] de sus modos injustos de existencia». Para Ferrante, Nápoles es «una matriz de percepciones, el término de comparación de toda experiencia»: le inspira historias «de pequeñas violencias desdichadas, un abismo de voces y vivencias, gestos mínimos y terribles».
Aunque parezca referirse a la tetralogía, la frase fue escrita en 1995, cuando la autora sólo había publicado su primer libro. La facilidad con que puede extrapolarse, sin embargo, es en sí misma reveladora: Ferrante lleva veinte años encarando en sus novelas los mismos conflictos. En este sentido, las mil seiscientas páginas de la tetralogía deben verse como una expansión de las primeras intuiciones, una apertura de la perspectiva que le permite no sólo explorar las facetas de un ciudad en toda su amplitud, sino multiplicar la cantidad y las interacciones de los personajes. En vez de una sola familia en crisis, como en las tres primeras novelas, las células sociales son diez; y en vez de un elenco pequeño con papeles definidos, hay más de cuarenta personajes entrelazados: la música de cámara, digamos, se ha convertido en sinfonía.
Quien tiene la batuta, la narradora de turno, es Elena Greco, o Lenù, la hija mayor de «la familia del conserje», según la presenta el dramatis personae que abre cada volumen. Cuando arranca la novela, en una breve escena ambientada en el presente, Elena se diría una más de las narradoras de Ferrante: es una napolitana madura, vive lejos de su ciudad de origen (Turín) y pertenece al mundo intelectual. Pero ninguna de sus predecesoras da un salto al pasado tan largo como el suyo, ni presentaba su vida con tal lujo de detalles al lado de casi sesenta años de historia italiana. La misma escala permite nuevas variaciones genéricas: el Bildungsroman inicial encuentra sitio para la saga familiar, la crónica política, la revisión feminista y la genealogía intelectual de un país con serios cargos de conciencia. Nada es tan importante en la tetralogía, con todo, como la relación de Elena con una especie de doble o contracara, la amiga de infancia con la que parece estar en competencia permanente, aunque a menudo imaginaria. A lo largo de los cuatro libros, que pueden y en cierta medida deben leerse como uno solo, Elena se mide con Raffaella Cerullo, o Lila (de «la familia del zapatero»), una chica brillante y esquiva que parece ser algo así como el ello de su yo. Las dos nacen en 1944 (durante la ocupación aliada de Nápoles), crecen en el mismo barrio pobre y desde pequeñas demuestran una inteligencia fuera de lo común, pero sus destinos divergen en el momento en que los padres de Elena la mandan a la escuela secundaria y los de Lila no.
A partir de esa bifurcación, Ferrante orquesta, como notó la escritora inglesa Rachel Cusk, algo similar a las dos caras de la fábula de Virginia Woolf sobre la «hermana de Shakespeare», aquella muchacha hipotética con las mismas dotes que el bardo, pero ninguna de sus oportunidades. Aquí el acceso al saber no está disociado de la política. Desde el principio, la educación aparece como una de las pocas cosas que, a mediados del siglo XX, ofrecen la posibilidad de sobreponerse a los dictados del sistema patriarcal. Y así, al final del primer volumen, se recorta en el horizonte la emancipación de Elena, convertida en una estudiante modelo y candidata a universitaria. Lila, sin embargo, se pliega a un rito de pasaje tradicional que conlleva mucha de las desdichas posteriores. Con dieciséis años, Lila contrae matrimonio con un matón del barrio y su vida se enreda en alianzas y rencillas familiares. (Su primera experiencia sexual, nos enteramos después, es una violación a manos del marido.) No es que se presente al personaje como una víctima: en toda la novela, Lila es una fuerza de la naturaleza, pero ni siquiera eso le permite escapar de las ataduras sociales. Ese es el contexto cuasitrágico, una trabazón entre lo potencial y lo imposible, que Lila no logra alterar más de que lo hubiera hecho una supuesta hermana de Shakespeare. Elena, mientras tanto, llega a convertirse en escritora, pero debe lidiar con el drama de sentirse menos que su amiga estupenda.
No hay ahí una tragedia, desde luego, pero el complejo de inferioridad burbujea en toda la novela. Lila es siempre la figura más intensa; Elena, la observadora analítica, que a menudo se pregunta si el éxito no le correspondía a la otra: «En mi vida he hecho muchas cosas –dice Elena en La amiga estupenda–, pero nunca convencida; siempre me he sentido un tanto desapegada de mis propios actos. En cambio, Lila, de pequeña, se caracterizaba por tener una determinación absoluta». Esta repartición de papeles imita en cierta medida la complementariedad clásica entre el héroe que vive y el narrador que observa, pero los papeles se complican al asignarse a mujeres que combaten esas conductas arquetípicas. Ferrante, además, mezcla los atributos de sus protagonistas para evitar cualquier arquetipo estable. Por ejemplo, es Elena, la supuesta intelectual desapegada, quien disfruta de una sexualidad plena; y es Lila, la obrera autodidacta, quien entiende mejor que nadie los entresijos de la política. Por lo demás, las dos se embarcan en espinosas negociaciones personales: se casan mal, crían niños problemáticos, se separan, tienen amantes y se enamoran de un mismo hombre, aunque no al mismo tiempo, ni con iguales consecuencias.
La división en volúmenes pone cierto orden en lo que es, en sustancia, un caudal de vivencias, una novela-río que, en la literatura italiana moderna, recuerda a las torrenteras de Elsa Morante. Después del primer tomo, dedicado a las adversidades de la infancia, Un mal nombre empieza por el fin de la adolescencia y se extiende hasta la mitad de la veintena, cuando Lenù se casa y publica su primera novela. Las deudas del cuerpo –un título bellísimo que, por desgracia, no es de Ferrante, sino de los editores españoles (el original,Storia di chi fugge e di chi resta, es menos poético, pero también más contundente)– describe los breves años de su matrimonio y su separación, así como las desventuras de Lila en el amor y en el trabajo; y el último, La niña perdida, se adentra en la madurez de ambas, cuando las cosas deberían estabilizarse, pero no lo hacen. ¿Qué tienen de particular estas vidas? ¿Qué las convierte en material compulsivo de lectura? Esencialmente, dos cuestiones relacionadas: están marcadas por la violencia, atenazadas por instintos sordos; y se hallan siempre incompletas, en busca de una calma imposible.
A Ferrante no le tiembla el pulso al mostrar el efecto de esa violencia en sus personajes, ni al describir la brutalidad como un elemento constitutivo de sus vidas. En La amiga estupenda, por ejemplo, el padre de Lila la arroja por la ventana, y, aunque la niña se rompe un brazo, nadie parece escandalizarse. En Un mal nombre, Elena cuenta que «desde niñas habíamos visto a nuestros padres zurrar a nuestras madres. Nos habíamos criado pensando que un desconocido no debía rozarnos siquiera, pero que nuestro padre, nuestro novio y nuestro marido podían darnos bofetadas cuando quisieran, por amor, para educarnos, para reeducarnos». (Es notoria la ironía sobre la educación, pero también la brutalidad de los supuestos educadores.) Más tarde se describen amenazas, bofetadas, puñetazos, palizas, secuestros, violaciones, tortura y varios asesinatos. La narración alude incluso a la violencia política que barrió Italia en los años setenta, aunque el foco de los conflictos es el barrio donde crecen las amigas, un microcosmos representativo de la iniquidad general. Del barrio procede Nino Sarratore, el gran amor (y embaucador) de Lila y Lenù; por el barrio campean los hermanos Solara, camorristas que controlan buena parte de la economía local; y en el barrio vuelven a hundirse, con fortunas poco brillantes, las familias de las chicas.
Ferrante muestra el efecto de la violencia en sus personajes, y describe la brutalidad como un elemento constitutivo de sus vidas
Ese «abismo de voces y vivencias» constituye la imperiosa materia prima, pero la tetralogía napolitana es también –o incluso ante todo– la historia de la vocación literaria que nace en tal contexto. Ferrante reflexiona como nunca antes sobre la relación de una narradora con sus fuentes, un vínculo que se adivina similar al de ella misma con las suyas. En concreto, Elena –que, según se infiere, compone novelas muy parecidas a las primeras de la autora– no puede evitar escribir sobre aquello que le resulta invivible. En el cuarto volumen, tras haberse independizado primero en Génova y luego en Florencia, vuelve a vivir al barrio para seguir escribiendo: «empecé a ver la ciudad y sobre todo el barrio como una parte importante de mi vida de la que no sólo no debía prescindir, sino que era esencial para el buen resultado de mi trabajo». Regresar al punto de partida supone un «paso adelante» en el arte y «una elección definitiva de tipo cultural y político», pues reconoce que «la materia narrativa, el espesor humano de los personajes [provienen] del barrio». Si en ello va una epifanía, no es tranquilizadora. «Haber nacido en esta ciudad –dice hacia el final del volumen– sirve para una sola cosa, saber desde siempre, casi por instinto, lo que hoy, entre mil salvedades, todos comienzan a sostener: el sueño del progreso sin límites es, en realidad, una pesadilla llena de ferocidad y muerte». El tono da una idea de la presión que ejerce el material sobre la voz; menos exaltadamente, podría decirse que el barrio es el sitio donde nace la conciencia del dolor, así como la corazonada de que, sin su representación, no hay literatura significativa.
Mucho antes de publicar la tetralogía, Ferrante había elaborado ya una especie de teoría sobre lo que significaba en la suya. Cuando, en una entrevista de 2003, le preguntan si el dolor de los personajes femeninos se relaciona con «la necesidad de ajustar cuentas con los orígenes, con modelos femeninos arcaicos, con modelos de matriz mediterránea todavía activos dentro de ellas», Ferrante contesta sin convicción que «puede ser», pero luego se niega a aceptar los términos: «Prefiero pensar en una palabra de dolor que me viene de la infancia y que me acompañó en la escritura». Cuenta Ferrante que su madre utilizaba un vocablo dialectal para «decir cómo se sentía cuando la tironeaban para un lado y para otro impresiones contradictorias que la herían». Entonces se quejaba de que tenía dentro una «frantumaglia» (el verbo frantumare significa hacer trizas, moler). «La palabra –continúa Ferrante– describía un malestar que no podía definirse de otro modo, remitía a una multitud de cosas heterogéneas en la cabeza, detritos en el agua limosa del cerebro». Podría traducirse por «fragmentación», «desintegración» o algo más fuerte como «descalabro». En el vocabulario de Ferrante, en todo caso, hace referencia a las contradicciones irresolubles que llevamos dentro: «La frantumaglia es el poso del tiempo sin el orden de una historia, de un relato. Es el efecto del sentido de la pérdida, cuando se tiene la certeza de que todo aquello que nos parece estable, duradero, un anclaje para nuestra vida, va a sumarse pronto a ese paisaje de desechos que creemos entrever. La frantumaglia es percibir con una angustia muy dolorosa el hecho de que, al vivir, extraemos nuestra voz de una multitud de cosas heterogéneas, y que en una multitud de cosas heterogéneas también está destinada a perderse». Esta declaración un tanto oracular concluye con una definición bastante útil: «Si debiera decir qué cosa es el dolor para mis personajes, diría que es asomarse a la frantumaglia».
Y no sólo se asoman, sino que entran de lleno. En La niña perdida, al considerar las historias que la componen, Elena dice que se siente «dividida en trocitos sueltos», mientras que Lila se hace eco de esas palabras por otros motivos. Tanto una como la otra ven en la experiencia del descalabro una clave de sus vidas, aunque, como es característico, es Lila quien lo expresa con más intensidad. En vez de «frantumaglia», habla de «smarginatura» (la traducción propone «desbordamiento», una metáfora fluvial que sugiere una dirección de adentro hacia fuera no necesariamente presente en el término original), la sensación de que los contornos de las cosas se borran, el mundo pierde su sentido habitual y el propio yo se difumina. Como para la madre de Ferrante, lo familiar se desfamiliariza dolorosamente. La vida de Lila, de hecho, es en parte una huida infructuosa de esa extrañeza (y de sí misma). Al cabo, Lila llevará esa disolución de los márgenes hasta sus últimas consecuencias y, como sabemos desde el principio del primer volumen, decidirá desaparecer, borrarse literalmente del mapa. Siempre atenta a los detalles materiales, la narradora cuenta que Lila ha recortado incluso su imagen de las fotografías en que figuraba, como para no dejar ningún rastro, suprimirse por completo de la «multitud de cosas heterogéneas» que fue su vida.
La reacción de Elena a la ausencia de su amiga es la opuesta, como también sabemos desde el principio. De ahí la importancia de los pasajes intercalados en los que su voz madura asoma en el presente o se detiene a analizar episodios posteriores a los hechos principales. Elena está inmersa en lo que, en otra parte de la novela, llama «un experimento de recomposición». Al drama vivido se superpone así el drama de la escritura, que acusa sus propias decisiones drásticas: en toda la historia, notablemente, Elena no usa más que un puñado de vocablos del dialecto napolitano, caracterizado como «la lengua de las obsesiones y las violencias de la infancia». Y cuando el hijo de Lila le informa de su desaparición, responde casi sulfurada: «Veamos quién se sale con la suya, me dije. Fue entonces cuando encendí el ordenador y me puse a escribir hasta el último detalle de nuestra historia, todo lo que quedó grabado en la memoria». Sólo al final del cuarto volumen da por terminada la contienda, declarando que, mientras Lila quería reducirla «a nada, como ha hecho con ella misma», ella se ha «pasado meses y meses escribiendo para darle una forma que no se desborde, y vencerla, y calmarla, y así, a mi vez, calmarme». ¿Quiere eso decir que, como tantas autobiografías imaginarias, desde El destino de la carneo En busca del tiempo perdido, ésta apunta a una especie de redención por medio del arte?
En un agudo análisis de La niña perdida, la ensayista Joan Acocella ha sugerido que, de ese modo, el «arte gana». Pero no estoy seguro de que Ferrante nos dé motivos para el optimismo, ni para usar palabras como redención. En fin de cuentas, la historia presenta dos mundos inconmensurables: Lila desaparece en carne y hueso, Elena imagina por escrito su desaparición. Lo segundo nunca reemplazará realmente a lo primero. De ahí que un novelista como Proust –viene a decir Ferrante– pecara de ingenuo al sugerir, en un pasaje famoso, que «la verdadera vida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida, por consiguiente, plenamente vivida, es la literatura». Al final, Elena debe resignarse al hecho de que «la vida real, cuando ha pasado, no se asoma a la claridad, sino a la oscuridad». Como mucho, la literatura hace más tolerable el paso; pero atención también al ejemplo de Lila: al esfumarse sin dejar rastro, señala que la oscuridad bien puede ser un bálsamo.
Martín Schifino es traductor y crítico literario.
08/03/2016