El País

Todos somos Elena Ferrante

22 NOV 2015 – 00:43 CET

 

Al menos desde 1992, el año en que publicó su primera novela, y especialmente desde 2011, cuando la aparición de La amiga estupenda, la primera novela de su “saga napolitana”, la convirtió en un fenómeno de ventas y crítica, Elena Ferrante se ha negado sistemáticamente a asistir a actos públicos y a dar entrevistas presenciales. No existen fotografías suyas, y nadie, salvo sus editores, sabe quién se esconde bajo ese pseudónimo, ni por qué.

Mientras la tetralogía Dos amigas era publicada a razón de un título al año y Ferrante se aferraba a su argumento de que, como dijo en la entrevista vía correo electrónico a este periódico, “la escritura es diferente de cualquier exhibición pública”, negándose a dar información acerca de sí misma, el misterio en torno a ella se ha ido convirtiendo en la obsesión de los lectores a los que les gustan los enigmas. Para algunos de ellos, Elena Ferrante es el escritor Goffredo Fofi; para otros, se trata de Michele Prisco o Fabrizia Ramondino. También Domenico Starnone (solo o en colaboración con Anita Raja, su esposa que trabajó como traductora para la editorial que publica a Ferrante) ha sido señalado como el verdadero autor. Naturalmente, todos ellos han negado serlo, y Ferrante no se ha expresado o lo ha hecho con cuentagotas, afirmando que no se arrepiente de su anonimato o declarando (como a este periódico) que escribir es, para ella, “una actividad bajo un control riguroso, que contempla una única confrontación posible: la lectura”.

A medida que el negocio editorial necesita del autor y requiere de él una presencia continuada, la publicación de obras literarias de forma anónima y la utilización de pseudónimos casi ha desaparecido

Naturalmente, Elena Ferrante no es el primer escritor o escritora en recurrir a un pseudónimo. Jonathan Swift, Walter Scott, Daniel Defoe, Lewis Carroll, Thomas De Quincey, George Orwell, Bernard Traven, James McAuley y Harold Stewart, Bruno Grosjean, Thomas Pynchon, John Banville y Romain Gary recurrieron al anonimato o al uso de pseudónimo por distintas razones. Swift debido a que sus feroces sátiras podían poner en peligro su posición; Scott para que sus obras de ficción fuesen leídas como crónicas periodísticas y causasen mayor impacto; Defoe para que la autoría de algunas de sus novelas como Moll Flanders yRoxana, por ejemplo, fuese atribuida a las protagonistas y narradoras (y suscitasen así un interés mayor por parte del público); Traven para escapar de la justicia alemana; McAuley y Stewart para perpetrar una broma literaria; Grosjean para hacerse pasar por un sobreviviente del Holocausto; Banville para adscribir a Benjamin Black sus libros de género policiaco. El caso de Gary es tan extremo que podría entenderse quizá como el producto de algún tipo de patología: su nombre verdadero era Roman Kacew, usó cuatro pseudónimos y los más famosos fueron Romain Gary y Émile Ajar, con éste último obtuvo por segunda vez el premio Goncourt, pero acabó escapándosele de las manos cuando su sobrino, al que había contratado para que fingiese ser Ajar, comenzó a chantajearlo. Gary se suicidó poco después.

Si estos casos ponen de manifiesto la diversidad de motivos por los que se adopta un pseudónimo, casos como los de Jane Austen, Charlotte Brontë, George Eliot, Fernán Caballero e Isak Dinesen(todas autoras que adoptaron pseudónimos masculinos) y, más recientemente, J. K. Rowling apuntan a la que posiblemente sea la única causa estable de su adopción a lo largo de los últimos dos siglos: la necesidad de eludir la condena social de la época a la literatura producida por mujeres.

La renuncia a la exhibición contrasta con las estrategias de puesta en escena del autor, con la ‘autoficción’

Ninguna de estas razones parece explicar el anonimato de quienquiera que esté detrás de Elena Ferrante, sin embargo. Pero lo fascinante de su caso es que, además de permitirle pasar a formar parte de la extensa y muy prestigiosa lista de aquellos escritores y escritoras que, por una razón o por otra escogieron ocultar su identidad, ese anonimato parece perseguir otros efectos no menos interesantes, como la crítica del estado actual de una cultura literaria que tiene al autor como su centro y su reclamo comercial más importante desde hace al menos dos siglos.

En la medida en que el negocio editorial y la cultura literaria de la que éste se deriva necesitan del autor y requieren de él una presencia continuada, la práctica de la publicación de obras literarias de forma anónima y la utilización de pseudónimos casi ha desaparecido en todas partes excepto en la Red. Ahí prolifera como garantía necesaria en la que parece ser una edad dorada del anonimato a la que la creciente vigilancia de la Red por parte de los Estados nacionales habrá puesto un punto final en breve. En ese sentido, la renuncia a la exhibición por parte de Elena Ferrante (que tanto contrasta con las estrategias de puesta en escena de la figura del autor que suelen ser denominadas “autoficción” por la crítica) tiene algo de heroico, como sucede con las del Comité Invisible francés y los colectivos italianosLuther Blissett y Wu Ming, que publican sus obras bajo el paraguas de un pseudónimo colectivo para poner de manifiesto su idea de que nadie es propietario de los textos. Todas estas estrategias (también la de Ferrante) son, independientemente de sus méritos individuales, el resultado de un cierto malestar ante la idea de que la vida de un escritor no debería ser determinada por cualquiera que no fuese el autor mismo.

El caso de Romain Gary es tan extremo que podría entenderse quizá como el producto de algún tipo de patología

No muy sutilmente, este es precisamente el tema de la obra de la autora, cuyas protagonistas, Elena Greco y Raffaella Cerullo, son dos amigas, una de las cuales se convierte en escritora de éxito. En los libros de Elena Ferrante no sólo se intenta responder a la pregunta de en qué consiste la amistad entre dos mujeres italianas del siglo XX procedentes de Nápoles sino también, y específicamente, a la cuestión de qué significa ser una escritora en un momento histórico en el que la comercialización del autor tiende a convertir la potencia disruptiva de la literatura escrita por algunas mujeres en una producción destinada a otras mujeres y centrada en una sentimentalidad y una intimidad que una cultura todavía masculina considera esencialmente un patrimonio de ellas.

“Creo que mi generación es la primera que ha dejado de pensar que para escribir grandes libros hacía falta ser un hombre”, afirmaba Ferrante en la entrevista. Su obra es una demostración de lo erróneo de esa concepción, pero también de las batallas que aún están pendientes. En ese sentido, quizás la única función de su anonimato sea precisamente ésa: que, no habiendo nadie llamado Elena Ferrante, lo seamos todos, y que todos alentemos la esperanza de sus protagonistas de que ser mujer y ser escritora sea posible. Si esta hipótesis es correcta, es deseable que nunca sepamos quién está detrás de estos libros y que la decisión de su autor de no jugar un juego cuyas reglas él no estableció sirva de monumento y de recordatorio para los lectores.